Me
miro en el espejo del cuarto de baño. Pero relajaos, no voy a cometer el
casposo error de describir mi rostro frente a un espejo, menos aún el
proyectado en un aseo alicatado, como si se tratase de la selfie de una quinceañera preñada de un subidón de autoestima. A
modo orientativo, no obstante, todo sigue en orden: el mismo careto de
gilipollas de todos los días.
Engullo
la tostada, medio quemada, a la que suelo colorear, como si fuera un cuadro
abstracto, de una cantidad desproporcionada de mantequilla y de mermelada de
naranja amarga y sorbo el café aguado.
Me
preocupo por la carencia de recursos humanos, la escasez de economía doméstica y
la innecesaria paz en el mundo, del primero, se da por hecho. Sonrío. Estoy
bien, solo tengo el corazón roto. Zurzo algunas heridas con el poco optimismo que
me proveyó la fulana que anoche me beneficié en el hostal Paraíso y supuro el
odio a una sociedad sin escrúpulos. Echo la llave a la puerta y llamo al
ascensor. No contesta. Pero decide subir. Y yo bajo en un acto de rebeldía.
Me
ladra Jacobo, el perro de la vecina del quinto piso; como de costumbre preside
el umbral del portón de entrada. Le devuelvo el ladrido. Se calla. Le digo que
es un buen chico, y me llevo sus malas pulgas conmigo.
Camino
a paso ligero, sin pausa. Gotas de sudor resbalan por mis entradas, suerte que
las detienen las llanuras de mis cejas. Y no es de extrañar, hoy el sol
arremete con brusquedad. Debió haber irrumpido el verano cuando aún faltaban tres
inviernos por curar el vendaval que me provocó una jodida primavera. La puta
más voluble de los poetas. Ahora no pienso en mi musa, y no porque no quiera.
Espero
el tren de cercanías. Hora punta. Y mis vellos se electrocutan. Miro el reloj.
Siempre es puntual a la cita. Está allí, frente a mí, en otro andén que tan solo
separa una vía (la que me mantiene con vida). Es la misma Claudia perversa que
un día arrojé a la hoguera antes de mi ejecución. Pero los rescoldos queman el
alma, calcinan el amor. Brillan las pupilas de esa idiota, como si quisiera
ahogar las lágrimas, ¡joder, como si me quisiera! El menda ya imploró su perdón
y prometió no volver a bajarse la bragueta. Mi menda ya lloró. A solas, en un
rincón, un relámpago de tregua.
Pelea,
entre una vorágine de autómatas con prisa, por ser la última en subir al tren.
Encoje su corazón, sujeta su mochila cargada de orgullo y, al fin, se introduce,
tras la muchedumbre, ocupando un espacio minúsculo. Se apea de mis ruinas.
¡Mierda!
Me
observo en el espejo. Como de costumbre, tengo la misma cara de gilipollas
frente a las alternativas. Y ella…, ella sigue siendo mi idiota preferida.