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miércoles, 30 de agosto de 2017

Arrugas

Fotografía de Lee Jeffries


Solía plasmar en un lienzo los rostros que dibujaba en mi memoria fotográfica. Nunca supe por qué me causaba tanta curiosidad las arrugas de las personas. Quizá, nunca me lo pregunté.
Me enternecía dar pinceladas fruncidas en historias de vida. Pero nunca adornaba los de mis familiares; ellos eran aliados del tiempo, verdugos de un pasado imperfecto. Sin embargo, todo cambió cuando mi expresión fue atrapada en un instante. Me convertí en veintiún gramos compactos, un vagabundo de surcos por acurrucar, un mendigo de cariño sin saber dónde columpiarme. Y entonces usé mis alas para vivir en las zanjas de pieles errantes, hasta que aterricé, como una mota diminuta, en un hogar deshecho.
Descubrí que Lucía no era tan feliz como yo la recordaba. Sus lágrimas se detenían pensativas antes de continuar su huida hacia otra realidad. Una realidad en la que heredaría una habitación fraternal con vistas al mar de la soledad.
El pequeño Miguel, ajeno a todo lo acontecido, endulzaba pequeños pliegues de felicidad alrededor de su boca, aún untada de pastel de cumpleaños. Ese que yo nunca llegué a soplar.
En cambio, Alfredo se mantenía impertérrito; sentenciaba las mismas depresiones en su frente que arrastraba tras su inesperado desahucio profesional. Supongo que no se puede agrietar más lo que ya está hecho añicos.
Y Dolores llevaba el peso de su nombre esbozado en cada mueca perversa del destino.
 ¡Ay, mi Dolores! Pude ver espejismos en esos desagües de llantos; ilusiones de una cándida niñez. Me permití posarme sigilosamente en su ombligo para observar las costuras de un universo que para mí era tan conocido. Sentí el calor umbilical que solo puede percibir un hijo. Hice turismo por los pasajes que un día me dieron alimento y cobijo, y posteriormente regresé a su faz marchita para condenar cómo la rugosidad se había resarcido con su talante guerrero; ahora obediente a la fútil existencia. Podía naufragar en cada arruga como un funámbulo en remos para, sin perder mi horizonte, llegar de extremo a extremo. Ese día odié las rayas irregulares que un día adoré. No obstante, mi reina seguía siendo hermosa a pesar de su agonía. Esa que yo le causé sin querer. ¡Maldito sea mi delito! No tuve la dicha de envejecer mi rostro, e hice a mi madre heredera de mi propio consumo.
Sería estúpido, por mi parte, decir que no fue justo. En efecto, no lo fue. Nunca lo es. La muerte te evapora consagrándote a la necedad del ser siempre bondadoso. Nunca fui perfecto, ni siquiera lo intenté. Solo quise atrapar la belleza con mi don y mi pincel. Jamás quise confinarme entre texturas y pigmentos.
Ahora mi única misión es contar las arrugas de la piel que me vio nacer. Mil quinientos surcos desde que me marché.

viernes, 25 de agosto de 2017

Ahora o nunca



Estaba dispuesto a tomar una de las decisiones más importantes de mi vida. Me incitaba el deseo de alcanzar mi objetivo hasta tropezar con mis propios miedos. No obstante, era el momento. Decidí arriesgar, intimidado; esperando una respuesta positiva. Unos pasos más hacia delante… Mis pies pesaban como losas de acero. Mi futuro desfilaba fugaz ante mis ojos. Noté el calor que emana de la esperanza, un gesto de validez en su leve sonrisa. Sin embargo, sentía como se tambaleaban cada uno de mis huesos y se erizaba mi piel. Pero tenía que hacerlo; era demasiado tarde para dar marcha atrás. Destino y azar me rondaban ansiosos de actuar. Avancé hasta el límite de lo infranqueable, donde con coraza era imposible traspasar tan delicada piel. Ambos nos desnudamos a la incertidumbre. Miré aquellos labios humedecidos; tiritaba de celos por adueñarme de ellos el primero. A escasos centímetros, un impulso me llevó a estrecharla en mis brazos. Era ahora; el nunca, jamás, fue. Y, acto seguido, la besé.




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