No soy capaz de recordar con
exactitud cuándo fue la primera vez que viajé en avión. Pero lo que sí sé, es
que despertaría en mí un interés tal, que ya desde muy pequeña, soñaba en
convertirme en una azafata de vuelo.
Supongo que, en aquel entonces,
pertenecer a una familia de clase social adinerada no me ayudó a lograr mi
propósito. Aunque, todo sea dicho, me facilitó conocer este vehículo cuando
tantos otros solo tenían constancia de su existencia a través de los medios de
comunicación.
Por más suplicas y ruegos por mi
parte, era redundante la desaprobación de mis progenitores para que me
permitiesen ingresar en una escuela acorde a esa formación. Mi madre, más
escrupulosa aún respecto al hecho en cuestión, se limitaba a decir que no me
había parido para ser una «sirvienta», ni el cielo ni en la tierra.
Para ella, la seguridad era lo de menos. No tenía miedo de que el aparato se
averiase, y yo acabase esfumándome entre desechos metálicos, ya nos había
vendido la prensa —para asegurarse una gran acogida entre la sociedad— las
ventajas de la nueva revolución en el transporte de pasajeros. «Rapidez y
seguridad garantizadas». No apto para todos los bolsillos, he de añadir. Para
ella, mi madre, lo principal era lo que murmurarían de nosotros las malas
lenguas.
Podría haberme revelado, pero no
eran tiempos de poner en juego una poderosa herencia familiar. A pesar de ello,
nunca toleré sentirme coaccionada. Aguardaba mi momento, con calma, sin perder
la obstinación. Tanto así que hace un mes falleció la matriarca de mi familia;
el único familiar que aún conservaba en vida. La he llorado, por supuesto. También fui presta a la lectura del testamento, claro está. Evidentemente, como
descendiente directa, era la beneficiaria de una mansión que alberga obras de
arte de valor incalculable. El resto, negocio y dinero en entidades bancarias,
pura calderilla.
El señor Smith no dudó en apuntar a
cada una de sus potentes naves para ponerlas bajo mi elección. Solo necesité un
instante para rendirme a los encantos de una en concreto. Era un trato justo
para el director de la mayor compañía aérea del momento, Wingsfree, S.L, el
cual no dudo en ningún momento a realizar el intercambio. ¿Para qué diantre
quería yo esa mansión?
Cincuenta años tardé en hacer
realidad mi sueño. Ahora, ataviada con la vestimenta adecuada para «servir» a
los viajeros, me siento como aquella jovenzuela que, hoy por fin, ha recuperado
sus alas. Unas alas que nadie me debió cortar.