Fotografía de Lee Jeffries |
Solía plasmar en un lienzo los rostros que dibujaba en mi
memoria fotográfica. Nunca supe por qué me causaba tanta curiosidad las arrugas
de las personas. Quizá, nunca me lo pregunté.
Me enternecía dar pinceladas fruncidas en historias de
vida. Pero nunca adornaba los de mis familiares; ellos eran aliados del tiempo,
verdugos de un pasado imperfecto. Sin embargo, todo cambió cuando mi expresión
fue atrapada en un instante. Me convertí en veintiún gramos compactos, un
vagabundo de surcos por acurrucar, un mendigo de cariño sin saber dónde columpiarme.
Y entonces usé mis alas para vivir en las zanjas de pieles errantes, hasta que
aterricé, como una mota diminuta, en un hogar deshecho.
Descubrí que Lucía no era tan feliz como yo la recordaba.
Sus lágrimas se detenían pensativas antes de continuar su huida hacia otra
realidad. Una realidad en la que heredaría una habitación fraternal con vistas
al mar de la soledad.
El pequeño Miguel, ajeno a todo lo acontecido, endulzaba pequeños
pliegues de felicidad alrededor de su boca, aún untada de pastel de cumpleaños.
Ese que yo nunca llegué a soplar.
En cambio, Alfredo se mantenía impertérrito; sentenciaba las
mismas depresiones en su frente que arrastraba tras su inesperado desahucio profesional.
Supongo que no se puede agrietar más lo que ya está hecho añicos.
Y Dolores llevaba el peso de su nombre esbozado en cada
mueca perversa del destino.
¡Ay, mi Dolores! Pude
ver espejismos en esos desagües de llantos; ilusiones de una cándida niñez. Me
permití posarme sigilosamente en su ombligo para observar las costuras de un
universo que para mí era tan conocido. Sentí el calor umbilical que solo puede percibir
un hijo. Hice turismo por los pasajes que un día me dieron alimento y cobijo, y
posteriormente regresé a su faz marchita para condenar cómo la rugosidad se
había resarcido con su talante guerrero; ahora obediente a la fútil existencia.
Podía naufragar en cada arruga como un funámbulo en remos para, sin perder mi
horizonte, llegar de extremo a extremo. Ese día odié las rayas irregulares que
un día adoré. No obstante, mi reina seguía siendo hermosa a pesar de su agonía.
Esa que yo le causé sin querer. ¡Maldito sea mi delito! No tuve la dicha de
envejecer mi rostro, e hice a mi madre heredera de mi propio consumo.
Sería estúpido, por mi parte, decir que no fue justo. En
efecto, no lo fue. Nunca lo es. La muerte te evapora consagrándote a la necedad
del ser siempre bondadoso. Nunca fui perfecto, ni siquiera lo intenté. Solo
quise atrapar la belleza con mi don y mi pincel. Jamás quise confinarme entre
texturas y pigmentos.
Ahora mi única misión es contar las arrugas de la piel
que me vio nacer. Mil quinientos surcos desde que me marché.