En
el Amphitheatrum Flavium todo estaba preparado para el inicio del espectáculo.
Únicamente faltaba la presencia del emperador Tito Flavio y de los senadores.
Los miembros ilustres de la sociedad, al igual que la plebe, ya habían ocupado
sus posiciones. Los contrincantes aguardaban su turno en los sótanos de las
instalaciones en espera de ser nominados a una lucha a muerte. El sonido de un
cuerno anunciaba la llegada del Emperador junto a su cortejo. Todos los
asistentes se alzaban de sus asientos, guardando silencio para el solemne
recibimiento. Consecutivamente, comenzaban los vítores del público deseoso de
iniciar el entretenimiento cruel y sanguinario. Las cinco gradas estaban
repletas. La afición del público era desmedida. Mientras, en el lado oculto del
recinto, los combatientes lamentaban o ansiaban el momento de ser
protagonistas. Algunos prisioneros o condenados no tenían elección, otros
pagaban para demostrar su fortaleza ganándose la admiración del pueblo romano.
—Papá,
tengo miedo. Nos tratan como esclavos. No entiendo por qué disfrutan
haciéndonos daño…
—No
te preocupes, Simbus. Te he estado adiestrando toda la vida para ser el más
valiente y temido.
—Pero,
papá, tú me has entrenado para sobrevivir, no para morir. Carpóforo ha matado a
muchos de los nuestros. Lo odio, pero nunca he asesinado por esa razón. Además,
es apodado como Hércules, ¿cómo puedo vencer a un héroe?
—No
olvides que en la Antigüedad nosotros también éramos tratados como dioses. Tú
eres muy poderoso. Su tamaño no te debe achantar, ¿acaso no ves lo que has
crecido?
—Pero
él posee instrumentos para protegerse. Me siento muy indefenso, papá.
—Eres
fuerte y robusto. La naturaleza te ha otorgado tus propias armas. Al mismo
tiempo, tú puedes correr veloz y saltar con gran agilidad. Quizá no has
observado cómo nos mira el emperador Tito. Sabe que somos más majestuosos que
él.
—No
lo sé, papá. Escuché que seríamos unos buenos anfitriones para la cena de esta
noche. Es un ser hipócrita, me recuerda muchísimo al tito Scarus. Me huele a
que quiere hincarnos el diente.
—Para iniciar el espectáculo se enfrentarán
Carpóforo contra Simbus —vociferaba el presentador.
A
continuación, se abrieron las rejas que comunicaban la galería con el sótano.
—Es
tu turno, hijo. Afílate tus garras. Demuéstrales quién es el rey de la arena.
Minutos
después se oyó un rugido atroz. Carpóforo había atravesado el cuerpo de Simbus
con una lanza. Mufasus no podía soportar como aquel humano, al cual habían
divinizado, acababa con la vida de su único hijo. La plebe, por aclamación,
exigía un desenlace. Corrió, rompiendo con furia la cadena que oprimía su
pescuezo, adentrándose por el corredor hasta la reja. La derribó, con su propio
cuerpo, avanzando hasta el centro de la arena. Allí observó que Carpóforo,
inclinándose sobre el cuerpo de Simbus, agarraba con su mano derecha alzada una
daga con el propósito de darle fin a la vida de su vástago. Mufasus se lanzó
contra su enemigo para ayudar a su hijo, atrapando entre sus zarpas al
bestiarius sin piedad; dejándolo ensangrentado yaciendo en la tierra. El
gladiador fue vencido por una bestia con sed de venganza. Mufasus nunca antes
había aniquilado a una presa por esta causa. Ningún guerrero puede ser más
poderoso que un padre defendiendo a su hijo. Pero su triunfo no le mantuvo a
salvo por mucho tiempo. Varios luchadores fueron emplazados para acabar con
ambos. Finalmente, tras una ardua batalla, el rey fue destronado. Junto a su
hijo sirvió de exquisito manjar en el fastuoso banquete romano. Todo en
homenaje al salvaje «Hércules», que bajó de su pedestal al ser derrotado por
una fiera indefensa.