De regreso a mi hogar podía avistar
las ruinas de mi vida. Aquella bestia me había dominado hasta el extremo de
sucumbir a su poder lascivo. No supe, o no quise, resistirme a hincar sus
recién prestadas garras en lo prohibido. He de admitir que ella, nuestra presa,
era una de las más bellas criaturas de la naturaleza. Aun así debí arrancar mis
propias entrañas para matar el apetito. Debí. Ahora el monstruo que se alimentaba
de mí estaba apaciguado; lo había encarcelado en la mazmorra de aquel hotel. No
lo había vencido, no; simplemente le había dado lo que clamaba con la furia de
un guerrero. Todavía moraba en mí su sed de alevosía. Mi yo racional, con
el corazón rasgado, asumía cumplir condena por lo acometido. Estaba dispuesto a
rendir cuentas a mis diosas. Entregarme a ellas como ofrenda a su propio
capricho. Pero al cruzar el umbral de la puerta, la fiera despertó mis bajos
instintos. No podía soportar que las pecas de mi hija dejasen de guiar mi
destino. Me coloqué mi coraza de cobardía e hice un pacto con mi yo irracional:
«Solo sería esa vez», le aventuré. Tarde o temprano ambos, hombre y animal,
aniquilaríamos el recuerdo de haber acariciado otra piel. El silencio sería
nuestro aliado; la mudez, mi penitencia. No podía confesar a mi esposa que le
había sido infiel. «Solo una vez».
No obstante, la bestia se agita
insistentemente en mi entrepierna.
Ya van tres. Solo tres.