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lunes, 6 de junio de 2016

Posesión animal



De regreso a mi hogar podía avistar las ruinas de mi vida. Aquella bestia me había dominado hasta el extremo de sucumbir a su poder lascivo. No supe, o no quise, resistirme a hincar sus recién prestadas garras en lo prohibido. He de admitir que ella, nuestra presa, era una de las más bellas criaturas de la naturaleza. Aun así debí arrancar mis propias entrañas para matar el apetito. Debí. Ahora el monstruo que se alimentaba de mí estaba apaciguado; lo había encarcelado en la mazmorra de aquel hotel. No lo había vencido, no; simplemente le había dado lo que clamaba con la furia de un guerrero. Todavía moraba en mí su sed de alevosía. Mi yo racional, con el corazón rasgado, asumía cumplir condena por lo acometido. Estaba dispuesto a rendir cuentas a mis diosas. Entregarme a ellas como ofrenda a su propio capricho. Pero al cruzar el umbral de la puerta, la fiera despertó mis bajos instintos. No podía soportar que las pecas de mi hija dejasen de guiar mi destino. Me coloqué mi coraza de cobardía e hice un pacto con mi yo irracional: «Solo sería esa vez», le aventuré. Tarde o temprano ambos, hombre y animal, aniquilaríamos el recuerdo de haber acariciado otra piel. El silencio sería nuestro aliado; la mudez, mi penitencia. No podía confesar a mi esposa que le había sido infiel. «Solo una vez».
No obstante, la bestia se agita insistentemente en mi entrepierna. 
Ya van tres. Solo tres.


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