Mientras esperaba aquel metro, mi
mente se abstrajo completamente de ese andén para llevarme nuevamente a la
habitación donde había estado horas previas con él. Aún sentía su aroma en mí;
impregnaba mi ropa como un perfume de fluidos en movimiento, un néctar
fabricado para mi cuerpo, que dulcificaba a la par que ardía mi piel. Con el obsequio
de ese arrebato de pasión, ni siquiera pude asearme. Llegaba tarde al trabajo,
pero agradecía que me hubiesen acompañado toda la jornada nuestras fragancias
entremezcladas. Un día inacabable de orgasmos repetidos y masturbaciones
mentales. De nuevo, había vuelto esa sacudida recorriendo en forma de
escalofrío todo mi ser. Sentía aún sus manos apretándome los glúteos contra él,
mis pezones estaban irritados de convulsiones convertidas en bocados; a fuego
lento, a fuego vivo, a medio cocer.
Un golpe fortuito en el hombro me
devolvió a la realidad. Presa de mis jadeos regresaba a casa, necesitaba más,
como una damisela ansiosa por un encuentro furtivo con su caballero, sin
armadura —para qué perder el tiempo—.
Allí sentada, en ese frío asiento,
entrecruzaba con fuerza mis piernas. Sentía un dolor placentero que me
recordaba lo poco que hacía de la visita de ese turista, el cual no necesitaba
una guía ni un mapa de búsqueda del tesoro; a él le bastaba con ser el mejor
pianista. Y no hubo una tecla que quedase por acariciar, y me compuso la más
armoniosa y apasionante melodía que una mujer pudiese imaginar. En mis labios
quedaba un hormigueo, una pócima mágica que los había convertido en continua
humedad de inagotable deseo. Mi excitación iba en aumento con cada paso del
trayecto de vuelta a mi paraíso terrenal. Y no dejaba de imaginar a ese diablo
y su tridente que me incitaba a tentar y a morder serpientes.
Nervios.
Una cerradura que abre la puerta de
mi universo.
Y aquella habitación, mi sala de
juegos, donde horas antes había pecado… Ahora él está con otra... regalándole
un orgasmo. Mi-or-gas-mo.