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sábado, 23 de junio de 2018

Próxima parada: Orgullo




Me miro en el espejo del cuarto de baño. Pero relajaos, no voy a cometer el casposo error de describir mi rostro frente a un espejo, menos aún el proyectado en un aseo alicatado, como si se tratase de la selfie de una quinceañera preñada de un subidón de autoestima. A modo orientativo, no obstante, todo sigue en orden: el mismo careto de gilipollas de todos los días.
Engullo la tostada, medio quemada, a la que suelo colorear, como si fuera un cuadro abstracto, de una cantidad desproporcionada de mantequilla y de mermelada de naranja amarga y sorbo el café aguado.
Me preocupo por la carencia de recursos humanos, la escasez de economía doméstica y la innecesaria paz en el mundo, del primero, se da por hecho. Sonrío. Estoy bien, solo tengo el corazón roto. Zurzo algunas heridas con el poco optimismo que me proveyó la fulana que anoche me beneficié en el hostal Paraíso y supuro el odio a una sociedad sin escrúpulos. Echo la llave a la puerta y llamo al ascensor. No contesta. Pero decide subir. Y yo bajo en un acto de rebeldía.
Me ladra Jacobo, el perro de la vecina del quinto piso; como de costumbre preside el umbral del portón de entrada. Le devuelvo el ladrido. Se calla. Le digo que es un buen chico, y me llevo sus malas pulgas conmigo.
Camino a paso ligero, sin pausa. Gotas de sudor resbalan por mis entradas, suerte que las detienen las llanuras de mis cejas. Y no es de extrañar, hoy el sol arremete con brusquedad. Debió haber irrumpido el verano cuando aún faltaban tres inviernos por curar el vendaval que me provocó una jodida primavera. La puta más voluble de los poetas. Ahora no pienso en mi musa, y no porque no quiera.
Espero el tren de cercanías. Hora punta. Y mis vellos se electrocutan. Miro el reloj. Siempre es puntual a la cita. Está allí, frente a mí, en otro andén que tan solo separa una vía (la que me mantiene con vida). Es la misma Claudia perversa que un día arrojé a la hoguera antes de mi ejecución. Pero los rescoldos queman el alma, calcinan el amor. Brillan las pupilas de esa idiota, como si quisiera ahogar las lágrimas, ¡joder, como si me quisiera! El menda ya imploró su perdón y prometió no volver a bajarse la bragueta. Mi menda ya lloró. A solas, en un rincón, un relámpago de tregua.
Pelea, entre una vorágine de autómatas con prisa, por ser la última en subir al tren. Encoje su corazón, sujeta su mochila cargada de orgullo y, al fin, se introduce, tras la muchedumbre, ocupando un espacio minúsculo. Se apea de mis ruinas.
 ¡Mierda!

Me observo en el espejo. Como de costumbre, tengo la misma cara de gilipollas frente a las alternativas. Y ella…, ella sigue siendo mi idiota preferida.


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